Después de la revolución del capital
Notas de presentación

por Jacques Wajnsztejn

Traducción desde el francés : Marta de Tena

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El porqué de esta fórmula

Más allá de ser un título un tanto provocador, la expresión se refiere al momento histórico a partir del cual desarrollamos nuestro análisis. Hablamos concretamente del fracaso del último asalto revolucionario de los años sesenta y setenta que se llevó a cabo a nivel Internacional sin que hubiese, sin embargo, la más mínima coordinación explícita entre los diferentes componentes nacionales. Aunque hubo difusión e impregnación, no hubo ni unidad ni organización formal común.

Este asalto denotaba aún un carácter clasista y proletario llevado al extremo en el «Otoño caliente italiano» (1969), si bien comprendía incluía ya la exigencia de la revolución a nivel humano, la crítica del trabajo y la superación de una problemática revolucionaria en términos de clases tanto en mayo del 68 en Francia como en el movimiento del 77 en Italia.

Este fracaso no condujo a un verdadero fenómeno de contrarrevolución, puesto que realmente no había habido una revolución y ni siquiera se puede hablar de insurrección, se trató más bien de una insubordinación, una insumisión que exigía que se diese el paso hacia otro nivel de lucha, que a todas luces no era el de la lucha armada, como los muestran por defectos los ejemplos de las Brigadas Rojas, la Fracción del Ejército Rojo y Acción Directa.

Lo que siguió fue un doble movimiento de reestructuración de las empresas y de «liberación» de las prácticas sociales e interindividuales, como si de pronto todas las barreras al desarrollo de la sociedad del capital hubiesen sido eliminadas. En realidad lo que saltó fueron los candados de la vieja sociedad burguesa, a pesar de que la sociedad ya no era burguesa: había dejado de serlo con las dos guerras mundiales y la transición a la regulación fordista, a la «dominación real del capital», pero ciertos valores se habían mantenido para servir de cortapisas a la revolución o a una nueva dinámica del capital. Lo que algunos presentaban entonces como una «recuperación» del movimiento de 1968 representaba de hecho un último salto adelante del capital a través de una dialéctica de luchas de clase que seguía expresando la operatividad de la ley del valor porque la centralidad del trabajo seguía persistiendo, incluso a través de las luchas en torno al trabajo (cf. Lip y otras luchas en torno a la autogestión, la revuelta de los OE, las últimas resistencias de la clase obrera organizada (trabajadores del acero, trabajadores de los astilleros, estibadores y mineros en España, Francia y Gran Bretaña).

Esto es lo que cambia a finales de los años 80 porque la dinámica del capital ha dejado de basarse en esta dialéctica de las relaciones de clase. Se ha aceptado la contradicción de clases y ha perdido su carácter antagónico. Incluso si se admite que las clases siguen existiendo, existen ya solamente como categorías sociológicas o como fracciones sin posibilidad alguna de recomposición de clase. La hipótesis desarrollada por la última expresión teórica comunista que se interesó a la cuestión de las masas, es decir, el operaísmo —que se mantuvo durante diez años a través de las prácticas de autonomía de los trabajadores italianos— resulta caduca por dos razones: la primera es que, sea cual fuere la relación de fuerzas coyuntural entre capital y trabajo, esta relación sigue siendo dialéctica debido a la dependencia recíproca que existe entre ambos polos de la relación social capitalista. Por lo tanto, esta «autonomía obrera» existe solamente en el sentido propagandístico del término en tanto en cuanto no se hayan suprimido los dos polos en un mismo movimiento. La segunda razón es que la dialéctica de las luchas de clases no actúa en un sentido unívoco, y que el capital participa en ella a su manera, no solo mediante la represión, sino también mediante reestructuraciones industriales y sociales. Esto lanza un nuevo ciclo en el que la dinámica del capital ya no nace de esta conflictividad antagónica, sino del lugar preponderante que ocupan tanto el trabajo muerto (sobre todo las máquinas) en detrimento del trabajo vivo (fuerza de trabajo) como la integración de la tecnociencia en el proceso de producción.

El trabajador productivo tiende a dejar de ser el productor de valor, para convertirse más bien en un obstáculo o un límite a este proceso en un concepto que denominamos «la inesencialización de la fuerza de trabajo». La precarización creciente de la fuerza de trabajo no puede, por tanto, leerse como una reconstitución del ejército de reserva industrial tal y como lo teorizó Marx, es decir, como un fenómeno de proletarización pura, ya que esta fuerza de trabajo está potencialmente «de más» (supernumeraria). El hecho de que haya una transferencia de la fuerza de trabajo del centro a la periferia en los países emergentes —deslocalización—, no invalida este análisis. En primer lugar, si tomamos el ejemplo emblemático de China, por cada pocos millones de puestos de trabajo creados, ¿cuántas decenas de millones de campesinos chinos se van hacinando en los suburbios de las grandes urbes? Además, si nos fijamos en los ejemplos de Corea e India y ahora China con su programa de robotización acelerada, las industrias con una mano de obra de baja productividad pero con bajos costos laborales, ceden el paso a instalaciones de alto rendimiento en las que el mismo proceso de sustitución de capital/trabajo se lleva a cabo en intervalos cada vez más breves.

Esta tendencia general es, precisamente, lo que explica, al menos en el caso de los países ricos, por qué la idea de una renta garantizada va ganando terreno aunque sea lentamente: a causa de la persistencia de la ideología del trabajo, ya no tanto como valor sino como disciplina (inserción e integración social, condición para la apertura de derechos). A partir de ahí, se vuelve imposible afirmar la más mínima identidad obrera, dado que esta se basaba en la idea de una participación esencial de la clase obrera en la transformación del mundo. Es el colapso propiamente dicho de todo un mundo, el de la comunidad obrera y sus valores. Comunidad de la que se pueden observar ciertos vestigios en las últimas luchas en las fábricas (2009), como en Continental, en las cuales el objetivo perseguido por los trabajadores al ocupar la fábrica ya no era hacerla funcionar de otra manera (ya no estamos en el ciclo de luchas de los años 70 y en la perspectiva de la autogestión), sino de «coger el dinero y correr», como diría Woody Allen. Las luchas actuales ya no implican reivindicaciones sobre la condición obrera, aunque, por supuesto, todavía haya luchas sobre las condiciones de trabajo en la fábrica. De hecho, se llevan del nivel de producción al nivel de la reproducción global de la relación salarial.

Paradójicamente, no obstante, la crisis general de esta relación salarial no permite su ataque frontal por parte de los empleados. Así, en las luchas recientes, los asalariados, que sin embargo emplean a veces formas de lucha violentas (secuestro de jefes o gerentes como en el caso de Air France en 2015, destrucción de equipos y amenazas de destrucción del aparato de producción) no cuestionan el sistema salarial, sino que tratan de monetizar su exclusión del proceso de producción mediante acciones que rompen con las estrategias de los grandes sindicatos. Al nihilismo del capital, que tiende a descremar y por lo tanto a prescindir de una mano de obra supernumeraria (planes sociales, despidos, aunque los beneficios aumenten), los empleados responden, por el momento, en el mejor de los casos, solo con resistencia y una especie de derecho de retirada.1

Estas prácticas no son en modo alguno radicales ya que no conducen a una subversión directa e inmediata de las relaciones de dominación. Esto exigiría asociar la radicalidad de la forma (recurso a la ilegalidad, incluida la violencia) y la radicalidad del contenido (rechazo del trabajo y del salario, vínculos si fuera el caso con las luchas de los desempleados por unos ingresos garantizados); es decir, finalmente, dar positividad a una revuelta que, de lo contrario, implica cierta dosis de cinismo sin ir más allá. No obstante, estas prácticas expresan una resistencia, un contraataque defensivo de los asalariados contra su inesencialización en la reestructuración actual. En lugar de oponer al nihilismo del capitalismo neomoderno la perspectiva de un socialismo (¿qué positividad podrían encontrar en las diferentes experiencias del «socialismo real»?), oponen la perspectiva del fin de toda afirmación de una identidad obrera y su programa (emancipación de los trabajadores y poder obrero). En concreto, estamos delante de una situación ubuesca en la que los gobiernos intentan retrasar constantemente la edad legal de la jubilación mientras que las empresas despiden constantemente a los trabajadores de más edad! Así, para evitar reconocer la crisis del mercado laboral, se niega pura y simplemente la contradicción que representa la inesencialización del trabajo en una sociedad en la que el imaginario social en torno al trabajo sigue predominando. De esta manera todo se traslada al nivel de los grandes equilibrios que hay que restablecer o mantener (rigor presupuestario, limitación de la deuda, tasa de desempleo con respecto a la financiación de las pensiones, etc. ).

Pero este hundimiento afecta también a lo que algunos llaman «la economía real» en beneficio no de una «economía de casino» sino de una totalización del capital (unificación de sus características financieras, comerciales e industriales en un mismo conjunto) lo cual posibilita estrategias de potencia consistentes en hacer circular el capital por todas partes y, en particular, por los ámbitos de mayor rentabilidad. Vemos aquí la idea de Fernand Braudel, para quien el capitalismo es esencialmente un proceso de control de los circuitos y la temporalidad del dinero y no un modo de producción (Marx).

El capital expande sus límites («el límite es el propio capital», Marx).

A través de:

– La socialización de la propiedad (grandes sociedades por acciones), la producción y el conocimiento (importancia cobrada por el intelecto general).

– La socialización de los ingresos (buena parte de las prestaciones sociales está incluida en los ingresos globales de los asalariados) y la de los precios (cada vez más artificiales debido por un lado, a que son fijados por los monopolios u oligopolios y por otro, administrados por los estados). Estos dos primeros puntos son fruto de un proceso que comenzó durante la transición desde la dominación formal del capital a la dominación real, y la revolución del capital que comenzó en los años ochenta constituye su acentuación.

– La contradicción entre el desarrollo de las fuerzas productivas y la estrechez de las relaciones de producción ha sido englobada. Esto no ha conducido a una «decadencia» del capitalismo al limitar el incremento de las fuerzas productivas, sino al contrario, a una huida hacia delante por la innovación tecnológica. Así, el capitalismo no frena las fuerzas productivas, sino que las exalta, contrariamente a lo que pensaban los teóricos marxistas de la «decadencia» con su obsesión por la contradicción entre el crecimiento de las fuerzas productivas y los límites de las relaciones de producción. Y si en sus inicios el capital se lanzó en la dinámica de la innovación en nombre del progreso, hoy en día esta dinámica sin fin se perpetúan nombre de la potencia. El capital tiene sed de riqueza y le cuesta mucho poner y mantener un rumbo ideológico, pero también reproductivo, de su propio «desarrollo sostenible» (véase al respecto la polémica en torno a la extracción de gas de esquisto).

– El desarrollo del capital ficticio bajo todas estas formas y no solamente la de crédito, vuelve obsoletas tanto la división tradicional de esas formas —financiera, comercial, industrial— como la idea de que haya habido una progresión de estas hacia una forma ideal, que sería la forma industrial típica del capitalismo… y del comunismo. Ya no se puede considerar esta fictivización como algo coyuntural como sostenía Marx, y aún menos como una deriva «contra natura» del capital, como afirman hoy en día los defensores de una moralización del capitalismo cuando condenan en un batiburrillo la economía de casino, la especulación financiera y la codicia de los traders. Se ha convertido en un componente estructural del capital en su trayectoria hacia la totalidad. Con el incremento del capital ficticio, el capital total tiende a presuponerse al margen de una valorización por el trabajo y tiende también a emanciparse del crecimiento desproporcionado del capital fijo (la acumulación), lo que constituye un elemento de depreciación por la obsolescencia acelerada de la maquinaria y un factor que inhibe la fluidez necesaria a dinámica de conjunto del capital, la cual viene determinada hoy en día por estrategias de captación de riqueza para la potencia a través de la circulación del valor.

– Una nueva dimensión de valorización en un proceso de «globalización» que, además de la fusión de todas las funciones del dinero, logra establecer una red de espacio y una territorialización a tres niveles.

Un nivel I o nivel superior en la medida en que controla y orienta todo el conjunto. Incluye a los Estados dominantes (los que participan en las grandes cumbres) y a ciertas potencias emergentes como China, los bancos centrales e instituciones financieras, las empresas multinacionales y las esferas de la información en el sentido más amplio (tecnología de la información, comunicaciones, medios de comunicación, cultura). Se trata del nivel de potencia en el que el valor ya solo se entiende como una mera representación. También es el sector de captación de riqueza y de drenaje de los flujos financieros. Aquí el capital domina el valor, lo que le permite fomentar la fictivización y reproducirse sobre esta base. Una reproducción que puede calificarse de «reducida» en la medida en que si los objetivos fijados requieren una fuerte dinámica, se contradicen con una visión estática de los recursos económicos mundiales.

 

En el nivel II o nivel Intermedio siguen predominando la producción material y la relación capital/trabajo, pero con una autonomización creciente del valor con respecto a lo que tradicionalmente se denominaba trabajo productivo que supuestamente creaba el valor. Si bien este sector sigue produciendo riqueza, también actúa como freno a la dinámica general como pudo parecerlo la agricultura en su día durante la primera revolución industrial. Ya sea porque el capital inmovilizado se ha convertido en una carga demasiado pesada con respecto a los beneficios esperados y a su capacidades a adaptarse a las fluctuaciones cuantitativas y cualitativas de la demanda; o porque la multitud de PYMES que lo constituyen esté perdiendo su propia dinámica, habiéndose quedado reducidas a meras subcontratistas de las gigantescas redes de empresas transnacionales, cuyos objetivos principales son completamente diferentes. Además sobre este sector, para más inri, pesan las fluctuaciones del empleo en una situación de competencia salvaje, no solo a causa la mundialización sino también a causa de un nuevo modo de organización que hace que los problemas se exporten cada vez más del centro a la periferia según la figura de la telaraña.

La empresa matriz y algunas de las filiales que operan en el nivel I externalizan sus problemas en los círculos siguientes de la red – empresas que operan en el nivel II o hasta incluso en el nivel III (economía sumergida, fábricas relocalizadas). Cada círculo tiende a endurecer las condiciones del círculo siguiente para garantizarse un margen de maniobra en previsión de situaciones futuras menos favorables. El vínculo entre los diferentes niveles se pone claramente de manifiesto en la crisis «financiera», que resulta en que, por un lado, los bancos de nivel I sean rescatados por las potencias dominantes y, por otro, el desempleo afecte al nivel II con nuevas relocalizaciones o cierres definitivos.

 

El nivel III o inferior es el de los productores de la periferia y los Estados dominados à los que se les imponen los precios mundiales para sus exportaciones. En este nivel se encuentran también los estados rentistas que benefician temporalmente de la escasez de recursos naturales (petróleo de los Emiratos, gas natural ruso). Este nivel III sufre así mismo el saqueo de sus recursos naturales lo que alimenta las posibilidades de fictivización en el nivel I ya no solo porque produce su riqueza —la de I— a bajo precio (por debajo de su valor, dicen los metafísicos del marxismo) sino también porque alimenta el flujo de capital en los mercados financieros (petrodólares). La antigua distinción entre "buena" ganancia capitalista y "mala" renta precapitalista pierde su vigencia, puesto que las antiguas formas de renta —la renta petrolera por ejemplo— han sido durante mucho tiempo fuente de gigantescas transferencias de capital, realizadas hoy en día por las mafias de las repúblicas de la antigua URSS. Estas rentas coinciden con las nuevas formas de renta situadas plenamente en el nivel I y más concretamente en el seno del «oligopolio mundial» que controla el capital cognitivo y las grandes innovaciones (los gigantes de Internet o GAFA).

 

Estos tres últimos puntos no constituyen una segunda fase ni una culminación de la dominación real del capital, sino una nueva etapa en el proceso de totalización del capital que es posible gracias a la ruptura que ha representado lo que llamamos la revolución del capital, fruto a su vez de la derrota del último asalto revolucionario proletario del siglo XX.

Las contradicciones no han desaparecido, en realidad se han trasladado al nivel de la reproducción global de la relación social capitalista.

La hipótesis de Marx de una superación de la ley del valor gracias al desarrollo del general intellect en el Fragmento sobre las máquinas se ha cumplido… al margen de toda perspectiva de emancipación de los trabajadores. Finalmente, el programa socialista de la fase de transición hacia el comunismo ha sido realizado por el capital. El capital domina el valor, que se vuelve evanescente aun cuando el capital es precisamente el que determina lo que es o no valor. El valor se convierte en representación y deja de ser medible por una sustancia (tiempo de trabajo disminuido o maquinaria potencialmente obsoleta) que se devalúa constantemente mientras que, al contrario, la riqueza producida aumenta. Tocamos aquí a un punto fundamental de la economía política e incluso de su crítica, que es la confusión entre riqueza y valor. Según la lógica de la ley del valor, el valor debe disminuir cuando la riqueza aumenta… pero la actual «creación de valor» demuestra que el valor puede aumentar sin incremento de la riqueza. Es sobre esta base que se produce la capitalización de la sociedad, lo que convierte, en tendencia, cualquier actividad en un objeto de valor.

Sin embargo, estas transformaciones no son interpretables en términos de un plan preconcebido, organizado por una clase capitalista todopoderosa, ni, tampoco, en términos de un proceso inconsciente sin sujeto ni reflectividad, la manifestación pura de un capital que convertido en un autómata. Aunque a veces se tenga la impresión de que la dominación se ejerce a través de procesos objetivados no reconocidos como tales (esto es obvio con relación al trabajo), los procesos de dominación siguen adoptando formas directas, como puede verse en la concentración de lo que queda del Estado-nación en sus funciones soberanas. Por eso da la impresión de que se está endureciendo y de que ya solo es una especie de ministerio del interior encargado de garantizar la seguridad, hasta tal punto que muchos se olvidan de su redespliege en red.

La dificultad radica en el hecho de que la «revolución del capital» no parece conllevar un gran proyecto, una visión global y estratégica, en definitiva, una Weltanschauung —cosmovisión— como la que guió la revolución burguesa en torno a los valores de humanismo y progreso. La revolución del capital crea la ilusión de un capital desinteresado en la reproducción global, porque parece concentrarse sobre los objetivos de gestión a corto plazo en vez de en una estrategia de reproducción a largo plazo. La sociedad capitalizada parece haber dejado de «formar sistema». La reflexión en torno al «desarrollo durable» (o más bien «sostenible»), el antropoceno, las energías renovables, las «teorías del colapso», indican la incertidumbre sobre la dirección que debe tomarse.

Es precisamente por esta razón por lo que hablamos de dominación no sistémica y que preferimos decir «capital» y «sociedad capitalizada» en lugar de sistema capitalista. El papel del Estado-red en la revolución del capital es el de una infraestructura y no el de una superestructura en beneficio de la clase dominante. El estado ya no es el estado de la clase dominante encargado de ocultar y contener la «cuestión social» en su forma burguesa de estado policial. Tampoco puede, como en su forma propiamente capitalista de Estado de bienestar, funcionar como «mediador de mediaciones» regulando los acuerdos entre clases (en los países anglosajones) o como super-mediador en la ideología del Estado-nación y los valores republicanos (el «modelo» francés).

Al sintetizar y representar la dependencia recíproca entre las dos clases de la relación social capitalista, el Estado-red cumple la predicción de Marx sobre la decadencia política del Estado y la transición hacia una mera «administración de cosas», pero sin ningún carácter emancipador. A diferencia del Estado-nación original que tomaba decisiones políticas, el Estado-red reduce la política a la gestión y se contenta con anunciar y controlar eficazmente las relaciones sociales metiéndose hasta en los más mínimos detalles (desde la tarjeta de crédito o de la Seguridad Social, hasta la obligación de vacunarse o llevar el cinturón de seguridad, pasando por el fichaje o los perfiles ADN).

Con el fin de las clases en tanto que sujetos antagónicos, el Estado ya está obligado a representar a las fuerzas sociales y ni siquiera necesita representar el interés general porque lo encarna directamente frente a lo que ahora parecen ser simplemente intereses particulares diversos a los que el estado concede derechos especiales. Esta inflación de normas y leyes que controlan, aseguran y gestionan mientras que las principales instituciones vinculadas al modelo del Estado-nación son reabsorbidas (enseñanza pública y otros servicios importantes) o se convierten en autónomas (policía, censura estatal, justicia de geometría variable en función de las acciones de bashing).

 En consecuencia, la universalidad de Derecho y la Ley retroceden en proporción inversa. A diferencia de los derechos y libertades que supuestamente sustentaban la autonomía de la sociedad civil en relación con el Estado democrático, los derechos actuales son derechos-credenciales que se pueden «extrae» de un Estado cuyas prerrogativas son totales, puesto que las leyes se insertan hasta en el último rincón de lo que antaño constituía «la vida privada». Los movimientos como Mariage pour tousmatrimonio para todos—, por ejemplo, o bien los nuevos proyectos en torno a la adopción o la reproducción asistida ilustran esta cristalización de un intermediario sexualo-financiero entre la antigua institución del matrimonio burgués democratizado y la pura combinatoria sexual de los anuncios clasificados y el cibersexo.

Las potencialidades de la sociedad capitalizada se expresan por tanto como las necesidades sociales de los individuos. Se trata de una caricatura de la antigua sociedad civil en la medida en que expresa meramente el choque de ciertos intereses particulares contra otros intereses particulares. Sin embargo, la novedad es que estamos asistiendo a un desplazamiento de las legitimidades sociales en una perspectiva claramente liberal/libertaria. Así, todas las demandas y acciones de los trabajadores y en particular las de los funcionarios son denunciadas por los poderes públicos como un retorno del corporativismo. Mientras que todas las que están en relación con lo que podríamos denominar «cuestiones sociales» son bien recibidas, a condición de que se respete el credo posmoderno. Todo esto está saturado de un discurso sobre «lo social» del que se encargan tanto los medios de comunicación como el Estado, quien a menudo habla a través de los miembros de lo que aún se llama sociedad civil. Este mismo Estado convoca «conferencias ciudadanas» o «consultas ciudadanas» para devolver la palabra a los ciudadanos. Y los «movimientos ciudadanos» se consideran a sí mismos y quieren que se les considere como las nuevas mediaciones para resolver los «problemas de la sociedad», cuando en realidad no son más que intermediarios. El «ciudadanista» quiere ser un mediador potencial y los movimientos ciudadanos quieren dar «un nuevo sentido a lo social» (cf. Podemos en España en sus comienzos). Se supone que este rearme moral de abajo hacia arriba permite tanto superar la fragmentación de los intereses particulares como practicar la política de manera diferente (cf. la toma de los grandes ayuntamientos de Barcelona, Madrid, Roma contra los aparatos políticos tradicionales). Es decir que sí que existe una interacción entre el Estado y los ciudadanos con el fin de garantizar la reproducción y la gestión de las relaciones sociales dificultadas por el movimiento de globalización del capital. La sociedad capitalizada necesita producir su propio conflicto/oposición/resistencia para encontrar de nuevo los puntos de apoyo morales que le faltan.

La crisis de las mediaciones tradicionales y la institución reabsorbida2

En primer lugar, el trabajo vivo ahora está «de más», sin que esto implique el fin del trabajo —al contrario de lo que afirmaban Rifkin y Meda—sino que la ampliación de la empleabilidad hacia ciertas zonas grises en las que se mezclan cursos de formación, paro y precariedad, empleo esporádico, trabajo informal y trabajo clandestino. La obligación de trabajar persiste aunque solo sea como seguir siendo fuente de los derechos y, por supuesto, fuente de ingresos principal. Sin embargo el trabajo ha perdido su valor intrínseco en favor de un valor extrínseco (fuente de supervivencia y vínculos sociales). El trabajo ha dejado de ser lo que hace el trabajador, un trabajo concreto, para convertirse en un trabajo abstracto, base de una relación social de dominación y no de explotación. La cuestión del «trabajo productivo» está «superada» por el hecho de que todo el trabajo asalariado se ha convertido en productivo para el capital (capitalización de las actividades humanas), sin que toda la población activa —que tiende a ser supernumeraria— se ponga automáticamente a trabajar.

Se añade a esto una crisis del Estado del bienestar y de su «socialdemocracia» que da un giro paradójico. De hecho, el Estado está volviendo a centrarse en sus funciones soberanas sin volver a su forma anterior de Estado policial. No se trata, sin embargo, de «policía en todas partes y la justicia en ninguna», como afirman los izquierdistas modernos, sino de un Estado que está en todas partes bajo diversas formas y que extiende sus funciones de socialización, basadas anteriormente en el modelo de intervención centralizada, a lo largo de redes de protección y control en conexión con múltiples asociaciones colaboradoras y «fuerzas de terreno» (agentes de seguridad de las empresas municipales de transporte, mediadores de barrio, animadores deportivos, etc.).

Por último, y esto deriva del punto anterior, las grandes instituciones entran en crisis a pesar de que eran los pilares de la antigua forma de Estado y se encuentran, así, animadas por un doble movimiento contradictorio. Por un lado, tienden a hacerse autónomas del poder central para seguir existiendo cuando la autoridad del Estado parece debilitada. El mejor ejemplo de esto es la Italia de los llamados «años de plomo» y más tarde de la operación Mani Pulite, aunque la actualidad de la crisis catalana en España ofrece un ejemplo más reciente. Por otro lado, el poder ejecutivo tiende a resorber esta propensión a la autonomía y trata de integrar la institución directamente en el poder ejecutivo (véase en Francia la difícil relación actual entre el poder político y el judicial con la reforma de los jueces y las tentativas de otorgar más poder a la Fiscalía que está controlada de facto por el ejecutivo). El cumplimiento de las normas internacionales y sobre todo europeas de subsidiariedad de poderes hacen el resto en la medida en que estas instituciones nacionales ya en crisis en su propio territorio (el ejemplo de Francia con los «valores de la República») deben dar paso a las instituciones internacionales y los acuerdos transnacionales (cf. las directivas de Bolonia para un nuevo tipo de educación o los acuerdos de Schengen para las policías).

Una revolución antropológica

La revolución del capital no es solo una reestructuración y globalización de la relación con la «naturaleza externa» (lo que las buenas almas llaman economía), es también una revolución de la «naturaleza interna». Es eso, la sociedad capitalizada. Una sociedad que tiende a suprimir todas las figuras antropológicas que fueron necesarias a lo largo del camino hacia la madurez del capitalismo: el empresario dispuesto a arriesgarse, el funcionario al servicio de una organización racional e impersonal, el buen trabajador orgulloso, a pesar de todo, de su trabajo o del fruto de su trabajo, la familia y la figura de la pareja estabilizadoras, la formación profesional, etc. Todas se difuminan ante los procesos de artificialización de la vida (virtualización) que constituyen la contrapartida de la fictivización del capital en el ámbito de la economía ya mencionada. La sociedad capitalizada ha incorporado el sistema técnico al igual que el capital ha incorporado la tecnociencia, de modo que toda tentativa de apropiación sobre estas bases es inútil.

La sociedad capitalizada es la tendencia del capital a convertirse en un medio, en una cultura, en una forma específica de sociedad en la cual este logra una simbiosis entre el Estado bajo su forma de red, las redes de poder más generales (las grandes empresas, el sector de la información, la comunicación y la cultura) y las redes de la nueva socialidad.

Hace mucho tiempo que se dejó atrás la figura del individuo burgués y las diversas formas de su subjetividad que derivaban de su cualidad de individuo consciente, aunque solo las expresara en el ámbito privado. Freud y el psicoanálisis, Musil y la literatura, Dadá y el arte declararon la muerte de este sujeto que ha perdido su unidad y la posibilidad de expresar una subjetividad plena. Lo que queda es un individuo que busca subjetivar el mundo y su relación con el mundo para existir frente a una objetivación cada vez mayor de este mundo (a través de la técnica, por ejemplo). Esto no significa que ya no queden subjetividades en acto sino que, mientras se esperan las posibilidades de nuevas subjetividades revolucionarias, la subjetividad actual de los individuos tiende a ser determinada directamente por una sociedad del capital que ya no satisface necesidades (la perspectiva de la abundancia), sino que esta sociedad engendra deseos que trata de transformar, desde el principio, en demanda solvente, provocando así carencia e insatisfacción. Esto es lo que el joven Marx no pudo anticipar, en su visión emancipadora, con su idea de necesidades potencialmente ilimitadas, que se ha convertido hoy en la ideología de la «sociedad de consumo». La sociedad capitalizada es incapaz de pensar en sus necesidades fuera de una actividad tecno-científica cuyo único objetivo parece ser su propia reproducción acelerada y que a partir de esta base se limita a tratar de resolver los problemas que ella misma crea, sin cuestionar ni el sentido ni la finalidad de su desarrollo. El nuevo imaginario social que surge de todo esto resulta inconsistente, puesto que reclama la movilización total de la materia prima humana para objetivos cada vez menos definidos. Lo que en el pasado los trabajadores podían tomarse como una disciplina en y para el trabajo, incluso en situación de explotación, a los distintos estratos de trabajadores de hoy les parece cada vez más un acoso laboral y una pura dominación.

Es esta imaginación sin consistencia la que ha tomado el relevo de la ilusión de una «felicidad, esta nueva idea en Europa» o la del Grand Soir que anuncia un futuro diferente, comunismo o como queramos llamarlo. Y como término se le asignará, según las necesidades u oportunidades del hipercapitalismo de la cumbre, programas fragmentados presentados como razonablemente asequibles (la política como arte de lo posible) tales como «desarrollo sostenible», prevención de riesgos, responsabilidad cívica.

Sin embargo, este proceso no ha terminado y el término «sociedad capitalizada» que utilizamos aquí refleja una tendencia avanzada más que una finalización —es decir, que hay margen de sobra para nuevos significados sociales y prácticas colectivas. Pero no hay una sociedad que reconstruir. Es la tensión individuo/comunidad, que aumenta en intensidad conservando cierto equilibrio, es decir, sin sacrificar todo al individuo (el libertarismo americano) o a la comunidad restringida a la raza o a la clase (los fascismos y los socialismos realmente existentes. Esta tensión, que permite críticas y prácticas contra la sociedad capitalista, en sus formas democráticas, puede esperar resolver la aporía de una oposición secular entre individuo y sociedad y el impasse teórico y político que consiste en presentar como alternativa a la universalidad abstracta asociada a la Ilustración y a la Revolución Francesa, centrada en la libertad, la igualdad y la fraternidad, el desarrollo actual de los particularismos y el relativismo presentados como universales concretos centrados en la autonomía, la equidad y la lucha contra la discriminación.

 

Jacques Wajnsztejn
marzo 2010, retomado en marzo de 2018

 

Notas

1 – «Droit au retrait» en francés. El derecho laboral galo garantiza la seguridad de los asalariados en circunstancias excepcionales, por ejemplo, en caso de peligro (atentados, agresiones). Esto da derecho a no acudir a su puesto de trabajo si uno teme por su integridad física.

2 – cf. Jacques Guigou: http://tempscritiques.free.fr/spip.php?article103